La Motivación en el Perro: más allá de las “ganas”

Pablo Capra

17/11/2025
Desde la neuropsicología, la motivación en el perro no es una entidad abstracta o meramente conductual, sino la manifestación observable de procesos internos que involucran múltiples sistemas cerebrales trabajando en conjunto. Cuando decimos que un perro “está motivado”, lo que vemos es una conducta dirigida, sostenida en el tiempo, con cierto nivel de activación fisiológica, […]

Desde la neuropsicología, la motivación en el perro no es una entidad abstracta o meramente conductual, sino la manifestación observable de procesos internos que involucran múltiples sistemas cerebrales trabajando en conjunto.

Cuando decimos que un perro “está motivado”, lo que vemos es una conducta dirigida, sostenida en el tiempo, con cierto nivel de activación fisiológica, foco atencional y expectativa de recompensa. Lo que no vemos, pero está ocurriendo, es la interacción entre estructuras como el sistema dopaminérgico mesolímbico, el sistema de activación reticular ascendente, el hipocampo, la amígdala, y la corteza prefrontal, entre otras.

La dopamina, en particular, juega un rol central ya que no se trata solo del “neurotransmisor del placer”, como se lo caricaturiza a veces, sino del marcador predictivo del valor motivacional de una acción.

Cuando un perro anticipa que cierta conducta podría conducir a una consecuencia positiva, ya sea comida, contacto, exploración o incluso alivio del estrés, se activa el sistema dopaminérgico, generando una sensación de expectativa y aumentando la probabilidad de que el animal inicie la conducta.

Pero esto no ocurre ante cualquier tarea: la dopamina responde al valor subjetivo de la meta, a la novedad, al desafío y a la percepción de control que el animal tiene sobre la situación.

Es por eso que un perro puede mostrarse motivado para correr detrás de una pelota, pero no para quedarse quieto en una colchoneta. O puede mostrar más entusiasmo ante un desafío olfativo que ante un ejercicio de junto. No se trata de que uno “sirva más” que el otro en términos técnicos, sino de que el cerebro del perro evalúa subjetivamente cada tarea y le asigna un valor motivacional distinto, de acuerdo a su historia de aprendizaje, su estado emocional actual y su perfil individual.

A esto se suma el sistema de activación reticular, responsable del nivel general de alerta y atención. Cuando una tarea es predecible, poco desafiante o redundante, se activa el filtro atencional que suprime estímulos considerados irrelevantes. En cambio, cuando hay variabilidad, cambio de contexto o posibilidad de obtener algo valioso, el sistema reticular mantiene la atención activa. Por eso, incluso en perros bien entrenados, una conducta puede apagarse si el contexto se vuelve monótono o si el esfuerzo requerido supera el beneficio anticipado.

La motivación en el perro tampoco puede entenderse sin considerar la experiencia emocional asociada a la tarea. La amígdala y el hipocampo registran no solo lo que ocurrió en el pasado, sino cómo se sintió el perro al hacerlo. Si una conducta fue aprendida en un contexto de presión, frustración o malestar, es probable que el valor emocional negativo inhiba futuras repeticiones, incluso si el, pretendido, reforzador extrínseco sigue presente. Esto explica por qué muchos perros dejan de responder a ejercicios que “sabían hacer”: no es que olvidaron la conducta, sino que la tarea se cargó de asociaciones aversivas o de bajo valor emocional.

Factores que modulan la motivación en el perro

La motivación en el perro hacia una tarea no depende únicamente del reforzador externo, sino de una red compleja que integra:

  • Valor subjetivo del objetivo (¿Cuánto lo desea?).
  • Esfuerzo percibido (¿vale la pena?).
  • Control sobre el entorno (¿puede obtenerlo por sí mismo?).
  • Memoria emocional (¿cómo se sintió antes al hacerlo?).
  • Estado fisiológico y nivel de activación (¿está en condiciones de involucrarse?).

Cuando uno de estos factores se desregula, la motivación en el perro se redirige o se inhibe. Por eso, para lograr aprendizajes operantes sostenibles, no alcanza con identificar el reforzador correcto: hay que construir tareas que activen el interés genuino del perro, ajustadas a su capacidad, su estado emocional y su historia individual.

Motivación en el perro bajo presión y entrenamiento aversivo

Es importante aclarar que la asociación emocional negativa no siempre inhibe la conducta. Existen muchos casos, sobre todo en perros entrenados bajo sistemas de control coercitivo, como los usados en intervenciones militares o de seguridad, en los que la conducta no solo se sostiene, sino que parece exhibirse con alta activación, foco y persistencia. Estos perros, muchas veces entrenados mediante refuerzo negativo o castigo positivo (uso de collares de ahorque, púas o eléctricos), pueden mostrar una ejecución impecable, sin señales claras de evitación, e incluso con un nivel aparente de entusiasmo.

Esto no contradice lo dicho anteriormente, sino que obliga a complejizar la comprensión de la motivación en el perro. El sistema nervioso puede sostener una conducta eficaz incluso en presencia de emociones displacenteras, siempre que dicha conducta represente la mejor o única vía para alcanzar un objetivo, o para evitar una consecuencia peor.

En términos neurobiológicos, la dopamina no necesita una emoción placentera para activarse, le basta con la anticipación de un cambio relevante, sea para bien o para mal. El perro no necesita sentirse feliz para ejecutar una conducta, le alcanza con saber que esa conducta modifica su entorno de forma predecible.

Dicho de otro modo, la motivación en el perro puede sostenerse por deseo o por necesidad, por búsqueda o por evitación, por placer o por presión. En todos los casos, la conducta es funcional para el sistema. Lo que cambia es el costo emocional, fisiológico y cognitivo que esa funcionalidad implica a largo plazo.

Por eso, si bien un entrenamiento basado en control aversivo puede producir resultados sostenibles en el tiempo, no necesariamente promueve un estado emocional saludable, ni genera un aprendizaje flexible o generalizable. El perro que actúa por presión suele mostrar menos iniciativa, mayor rigidez conductual, y una alta dependencia del contexto o del guía. La motivación está ahí, pero no es libre, está contenida por el marco del aversivo.

En cambio, cuando una conducta se construye a partir de motivación intrínseca, reforzamiento positivo y control percibido, se obtienen no solo respuestas más confiables, sino también un mayor repertorio de alternativas, una mejor recuperación frente al error, y una disposición emocional más equilibrada.

No se trata de negar que el aprendizaje aversivo dé resultados, sino de comprender que no basta con que un perro responda, también importa cómo, por qué y en qué estado emocional lo hace. Nuestra meta no es que “funcione”, sino que pueda desarrollarse con motivaciones estables, confianza y equilibrio.

Cómo influye la motivación en el perro en la atención y el aprendizaje

Uno de los errores más frecuentes al evaluar por qué un perro “no aprende” es asumir que el problema es de motivación en el perro, cuando en realidad puede tratarse de un problema de atención. La atención no es un fenómeno pasivo ni automático, es un proceso activo de selección, que define qué información del entorno será registrada, procesada y eventualmente almacenada.

Ningún aprendizaje ocurre si no hay atención sostenida sobre los elementos relevantes de la tarea. Si no hay atención, no hay aprendizaje, por más que haya motivación en el perro y reforzadores.

Desde el punto de vista neurocognitivo, la atención es un sistema que regula los recursos mentales disponibles. No se trata de estar “distraído” o “desobediente” como si fuera una falta de voluntad, sino de cómo el cerebro decide, de forma automática o voluntaria, qué estímulos procesar y cuáles inhibir. Esta capacidad se ve afectada por múltiples variables como la novedad del entorno, el nivel de activación fisiológica, la previsibilidad de los eventos, el valor emocional de los estímulos, el historial de experiencias, e incluso la raza o tipo de perro.

Existen varios tipos de atención que pueden ser observados en el entrenamiento:

  • Atención sostenida: la capacidad de mantener el foco sobre un estímulo durante un período prolongado. Es clave para ejercicios que requieren permanencia o inhibición de respuestas impulsivas.
  • Atención selectiva: permite centrarse en un estímulo relevante (como una señal verbal o un gesto del guía) e ignorar otros distractores del entorno.
  • Atención dividida: la habilidad de procesar dos fuentes de información simultáneas, como seguir una señal mientras se vigila un estímulo de fondo.
  • Atención alternante: cambiar el foco entre estímulos o tareas distintas, como mirar al guía y luego buscar un objeto.
  • Alerta tónica y fásica: se refiere al nivel basal y a las variaciones rápidas de vigilancia. Un perro con baja alerta puede no registrar estímulos relevantes; uno con alerta excesiva puede sobrecargarse o responder impulsivamente.

Un perro puede estar altamente motivado por un reforzador, pero si su sistema atencional está sobrecargado, inmaduro o mal regulado, el aprendizaje operante puede volverse inconsistente, de baja calidad o limitado a contextos específicos. La atención actúa como un filtro, si no permite registrar con claridad el antecedente, la respuesta y el consecuente, el aprendizaje no se consolida correctamente. Esto se observa, por ejemplo, en perros muy jóvenes, perros con altos niveles de excitación, perros estresados o con historial de deprivación sensorial, y también en razas seleccionadas para tareas donde el foco es disperso o multitarea (como algunos tipos de sabuesos, perros nórdicos o de caza).

Además, la atención no es sólo un proceso individual, también es relacional. El perro no atiende en el vacío, atiende a alguien o a algo, en un entorno que puede facilitar o dificultar ese foco. Guías que no saben marcar bien la señal, que cambian de estímulo constantemente, o que presentan ejercicios con poca estructura, generan confusión y aumentan la carga atencional del perro. Lo mismo ocurre cuando el entorno está saturado de estímulos (ruidos, olores, movimiento) o cuando la expectativa de castigo interfiere con la capacidad de procesar la tarea.

A su vez, la atención no debe plantearse como un requisito previo al entrenamiento, sino como algo que se pide, se provoca o se facilita en la interacción. El perro puede aprender a prestar atención de manera gradual, no solo a través de ejercicios estructurados, sino también en situaciones cotidianas: al nombrarlo antes de darle la comida, al esperar una caricia en la puerta antes de salir, o al reforzar miradas espontáneas durante un paseo. De este modo, el foco atencional se construye como una habilidad transversal, donde el perro aprende a detectar señales relevantes, filtrar estímulos distractores y mantener la secuencia de respuesta en distintos contextos.

Si bien el contacto visual puede ser un buen índice de atención en algunos perros, no debe considerarse una condición obligatoria ni universal porque los perros pueden prestar atención sin mirarnos directamente, utilizando otros canales perceptivos como el oído, la postura o el movimiento corporal. La exigencia constante de “mirame cuando te hablo” responde más a patrones comunicativos humanos que a la naturaleza canina.

Finalmente, hay que decirlo: la atención se gasta. Es un recurso finito y esto impacta negativamente en la motivación en el perro.

Cuando un perro se encuentra en un entorno exigente, o cuando la tarea es demasiado compleja para su capacidad actual, sus sistemas atencionales se fatigan. Esto puede derivar en errores, desregulación, desconexión o incluso conductas que parecen “rebeldes”, pero que en realidad son estrategias de autorregulación. Por eso, estructurar sesiones o interacciones cortas, con objetivos realistas y márgenes de éxito elevados, es una de las decisiones técnicas más relevantes para un educador profesional.

Atención en clave neuropsicofisiológica: ¿cómo se organiza el foco en el cerebro del perro?

La atención no es una función unitaria, sino una red compleja de procesos cerebrales interconectados que regulan la entrada, procesamiento y priorización de la información sensorial. Lo que llamamos “prestar atención” es, en realidad, el resultado de una coordinación entre activación general, selección sensorial, memoria de trabajo, control motor y regulación emocional. Para que un perro atienda a una señal, debe estar activado a nivel fisiológico, capaz de inhibir estímulos irrelevantes, mantener el foco durante el tiempo necesario, y sostener una expectativa de resultado asociada a esa señal.

Esto último es lo que comúnmente viene confundido con la motivación en el perro, esa parte de la atención que describe la expectativa del perro por lo bueno que está por venir.

Uno de los principales sistemas implicados en la regulación de la atención es el Sistema de Activación Reticular Ascendente (SARA), ubicado en el tronco encefálico. En mamíferos, este sistema funciona como un modulador general de la vigilia y del nivel de alerta basal, y en perros se asume un mecanismo equivalente. Sin un mínimo de activación cortical —ni demasiado bajo ni excesivo— no puede sostenerse un procesamiento atencional eficaz. En perros fatigados, sometidos a estrés crónico o a estimulación excesiva, se han documentado alteraciones conductuales y fisiológicas que sugieren un impacto en el acceso a los recursos cognitivos necesarios para el aprendizaje, probablemente mediados por cambios en este sistema de activación.

Luego interviene el tálamo, que en mamíferos funciona como un filtro sensorial que regula qué señales alcanzan la corteza y cuáles se inhiben. En perros, los estudios de neuroimagen sugieren un rol similar, vinculando al tálamo con la modulación de la atención frente a estímulos auditivos, olfativos y visuales. Este proceso de selección es esencial para que el animal pueda priorizar información relevante y reducir la interferencia de estímulos de fondo. El tálamo no actúa en forma aislada: colabora con regiones corticales, como la corteza parietal posterior, que participan en la construcción de mapas atencionales del entorno y en la decisión dinámica de qué es prioritario en cada momento.

El mantenimiento de ese foco se sostiene gracias a la interacción entre la corteza prefrontal (especialmente dorsolateral), el cuerpo estriado y estructuras límbicas como la amígdala. Esta red coordina la atención sostenida, evaluando constantemente si el esfuerzo cognitivo que requiere mantener el foco sigue valiendo la pena en función del objetivo. Cuando la motivación decae, o cuando aparece una distracción con mayor carga emocional, el sistema cambia de foco. No es una “desobediencia”: es una decisión neurofisiológica basada en el valor relativo de los estímulos disponibles.

Además, la memoria de trabajo, sostenida en parte por la corteza prefrontal y el hipocampo, permite al perro retener brevemente información relevante mientras ejecuta una conducta. Sin esta capacidad, no puede seguir instrucciones encadenadas ni completar una secuencia de conducta compleja. Por eso, en perros con dificultades atencionales, es común ver errores en medio del ejercicio, olvidos repentinos o conductas truncas. No disminuyó la motivación en el perro necesariamente, y tampoco desobedece sino que pierde el hilo de lo que estaba haciendo.

No menos importante es el papel de la amígdala, que modula la atención en función de la carga emocional de los estímulos. Ante estímulos amenazantes o excitantes, la amígdala puede secuestrar el foco atencional, redirigiéndolo hacia la fuente de amenaza o sobrecargando el sistema. Esto explica por qué un perro puede dejar de responder a su guía apenas aparece otro perro, una persona desconocida o un estímulo inesperado. No perdió el aprendizaje sino que su sistema atencional fue reconfigurado por la emoción.

El foco atencional no es simplemente una cuestión de “ganas de trabajar”. Es el resultado de un entramado funcional entre activación, selección, control inhibitorio, memoria activa y emoción. Exigir atención sin tener en cuenta este sistema es como pretender que un perro aprenda a leer sin poder ver las letras. Por eso, más que forzar el foco, nuestra tarea es diseñar ejercicios y entornos que respeten la capacidad atencional del perro, la expandan gradualmente, y la regulen con base en su estado emocional y fisiológico.

La motivación del perro y su relación con la memoria y la recuperación de conductas

Una de las afirmaciones más comunes en el entrenamiento es que “el perro ya lo sabe, pero no lo quiere hacer”. Esta frase, aunque coloquial, abre la puerta a una dimensión fundamental del aprendizaje operante: la diferencia entre adquirir una conducta y poder acceder a ella cuando se la necesita.

Con frecuencia se interpreta que la causa principal es una falta de voluntad, como si el perro eligiera no responder. Sin embargo, reducirlo a esa explicación ignora la complejidad de la motivación en el perro y de los procesos atencionales y de memoria que determinan si una conducta puede ser ejecutada en un momento concreto.

Que una conducta haya sido aprendida no garantiza que esté disponible, ni en todos los contextos, ni con la misma precisión, ni bajo cualquier estado emocional o fisiológico. El fenómeno de la recuperación (el acceso funcional a la conducta previamente reforzada) es tan relevante como el proceso de adquisición, y está mediado por múltiples sistemas de memoria.

En términos neuropsicológicos, la memoria se puede clasificar en distintos tipos que interactúan entre sí. Durante una sesión de entrenamiento, lo que el perro pone en juego no es una memoria general, sino una combinación de memoria de trabajo, memoria a corto plazo y memoria a largo plazo, cada una con sus características, limitaciones y tiempos de procesamiento. La memoria de trabajo, sostenida por la corteza prefrontal y el hipocampo, es la que le permite al perro retener la información necesaria para completar una tarea en curso. Es efímera, frágil y altamente dependiente del nivel de atención. Si el perro pierde el foco, cambia el estímulo o aparece una distracción relevante, esa memoria se desactiva y la secuencia puede cortarse.

La memoria a largo plazo, en cambio, es la que almacena las asociaciones estables entre estímulo, respuesta y consecuente. Es aquí donde reside la conducta “aprendida”. Pero este almacenamiento no es automático, necesita repetición, variedad contextual y reforzamiento diferencial para consolidarse. Y una vez consolidado, el recuerdo tampoco es automático. Para que una conducta emergente se transforme en una conducta disponible, debe haber sido recuperada y utilizada con éxito en distintos contextos, bajo distintas condiciones y en diferentes niveles de exigencia.

El problema aparece cuando esa recuperación falla. El perro fue reforzado, aprendió la conducta, respondió varias veces con éxito… pero en determinado momento deja de responder. El error común es pensar que “se olvidó” o que “no quiere hacerlo”. Sin embargo, lo que ocurre más frecuentemente es que el contexto actual no activa adecuadamente las claves asociadas a esa conducta.

Esto puede deberse a múltiples factores: la señal no es clara, cambió el entorno, varió la disposición emocional del perro, o el estímulo antecedente ya no ejerce con la misma eficacia su función discriminativa, generando una respuesta más débil, demorada o inconsistente.

La memoria no se activa en el vacío, se activa por claves contextuales, emocionales y sensoriales. Cuando esas claves están ausentes o son ambiguas, el perro no accede a la conducta, aunque esté presente en su repertorio. Esto explica por qué un perro puede responder perfectamente a una señal en el patio de su casa y fallar por completo ante la misma señal en la plaza. El problema no es de aprendizaje sino de generalización y recuperación contextual.

Además, la memoria no es un archivo neutro, está modulada por la emoción. La amígdala y el hipocampo no sólo codifican la información de lo que ocurrió, sino cómo se sintió el perro durante ese evento. Si una conducta fue aprendida en un estado emocional determinado (por ejemplo, bajo presión, ansiedad o excitación), es probable que su recuperación sea más eficiente cuando el perro se encuentra en un estado similar. Esto puede generar una dependencia emocional del aprendizaje, dificultando su uso en contextos más tranquilos o con menor carga de activación.

En contraposición, cuando se entrena con variabilidad emocional, ambiental y situacional, se favorece una codificación más robusta y flexible, permitiendo que la conducta pueda recuperarse incluso cuando cambian las condiciones. Esto no significa repetir el ejercicio infinitas veces, sino armar una estrategia en la práctica para incluir variabilidad controlada, reforzamiento diferencial y recuperación guiada. Reforzar no es solo marcar que algo se hizo bien, es también facilitar la conexión entre esa respuesta y las claves que la activan.

Por eso, una intervención eficaz no se mide únicamente por cuántas conductas nuevas incorpora el perro, sino por cuántas de esas conductas puede recuperar y ejecutar cuando lo necesita. Entrenar es construir accesos y eso requiere, además del conocimiento técnico, una lectura fina del momento, del entorno y del estado interno del perro en cada interacción.

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