¿Cuánto control necesita un perro?
Hablar de control en el entrenamiento y la convivencia con perros no es cómodo para muchos. La palabra suena autoritaria, rígida, incluso anticuada. Pero si el entrenamiento moderno nos ha enseñado algo, es que evitar el tema por miedo a parecer “duros” no resuelve nada. Al contrario, puede dejarnos en un terreno aún más confuso, donde la falta de estructura se disfraza de libertad, y los perros terminan pagando el precio.
Controlar no es lo mismo que dominar. No se trata de imponer la voluntad humana, sino de crear acuerdos que hagan posible la convivencia con nuestro perro. Así como una ciudad necesita semáforos, normas de tránsito y señales claras para que millones de personas puedan circular sin caos, la convivencia entre personas y perros requiere un marco de referencia. Y ese marco siempre incluye cierto grado de control por parte nuestra.
El problema aparece cuando ese control se vuelve excesivo o se aplica de forma inadecuada. A veces, en nombre de la “obediencia”, se restringen conductas perfectamente naturales del perro como olfatear, jugar con otros, ladrar, moverse libremente. Un perro que no puede hacer nada sin una orden no está aprendiendo a convivir, está siendo inhibido en lo más esencial. El control absoluto, lejos de promover la autonomía, genera pasividad o frustración.

Pero también está el otro extremo con algunos discursos bienintencionados, pero mal fundamentados, comenzaron a promover una especie de “anarquía emocional” en el vínculo con el perro. No poner límites se volvió sinónimo de amor. No enseñar conductas bajo una señal se interpretó como una defensa de la libertad. Y cualquier intento de estructurar el aprendizaje pasó a considerarse una forma de opresión hacia el perro.
Así, algunos perros son alentados a tomar todas las decisiones posibles, sin que se les enseñe cómo regularse ni cómo habitar un mundo humano que, por definición, tiene reglas. Y aunque esto suene empático o progresista, muchas veces termina siendo una forma de abandono encubierto. Porque no poner límites no es lo mismo que respetar. Y dejar a un perro librado a su suerte no es liberarlo, es desentenderse.
Como siempre, el desafío no está en los extremos, sino en el punto medio. Y ese punto depende del perro, de la persona, del contexto y de los objetivos que se estén trabajando.
¿Cuánto control es demasiado?
La relación entre los humanos y los perros ha estado marcada, históricamente, por la necesidad de ejercer control. Control del entorno, de la conducta, de los ritmos del paseo, de los horarios de alimentación, del acceso a ciertos espacios. Pero ¿qué significa realmente “controlar” a un perro? ¿Y hasta qué punto es deseable hacerlo?
Durante décadas, el modelo dominante fue el de la obediencia estricta, el perro debía responder de manera inmediata y precisa a comandos, sin cuestionamientos, sin iniciativa. Se trataba de un esquema basado en jerarquías verticales, donde la conducta espontánea del animal era vista como un problema a corregir. El perro no podía tirar de la correa, ni ladrar, ni olfatear lo que le interesara. Es decir, no podía hacer cosas de perro.

Frente a esa visión surgió, como contraposición, una corriente más reciente que rechaza por completo la noción de control. Desde esta perspectiva, cualquier forma de intervención humana sobre la conducta canina es vista como una imposición, una limitación de la libertad individual del perro. Bajo este paradigma, incluso enseñar algunas conductas bajo una señal puede considerarse una forma de dominación innecesaria. El riesgo, en este caso, es caer en un laissez-faire extremo donde todo se justifica en nombre de la libertad, desde ignorar al tutor durante un paseo hasta comer residuos en la calle.
Sin embargo, ninguno de estos dos extremos responde a lo que ocurre en la vida real, ni a lo que un perro necesita para desarrollarse de forma saludable. Porque ni el control absoluto ni la ausencia total de límites generan bienestar. Y, sobre todo, porque convivir implica negociar espacios, necesidades, tiempos y deseos. Tanto los del perro como los del humano.
Control no es lo mismo que dominio
Hablar de control en la convivencia con un perro no debería remitir automáticamente a la idea de sometimiento. Control puede ser simplemente organización. Puede ser previsibilidad o puede ser la creación de un marco claro y estable donde el perro sepa qué esperar y qué se espera de él. En este sentido, un entorno controlado puede ser más seguro y menos estresante.
Lo que sí merece ser cuestionado es desde dónde ejercemos ese control, cómo lo hacemos y con qué objetivos. ¿Buscamos moldear la conducta del perro para que se ajuste a un ideal humano rígido e irreal? ¿O buscamos construir una convivencia fluida, donde el control sea solo una herramienta más al servicio del bienestar compartido?
Por ejemplo: caminar sin tirar de la correa. No se trata de que el perro nunca explore o se adelante. Se trata de acordar un ritmo, una dirección, un margen de seguridad que permita a ambos disfrutar del paseo. Enseñar eso no implica “romper la voluntad” del perro. Implica enseñarle una manera viable de transitar por el entorno urbano, con sus ruidos, sus estímulos, sus riesgos.
Y claro, en ese paseo también puede contemplarse la posibilidad de que el perro esté suelto en algún momento, siempre y cuando se respeten las normas de convivencia y las leyes de cada lugar. Y que esa libertad sea para mejorar la calidad de vida del perro sin que se vean perjudicados terceros.
Autocontrol: lo que todos esperamos del perro
Mucho se habla de enseñar autocontrol a los perros. Y sí, es un recurso valiosísimo. La capacidad de esperar, de gestionar la frustración, de no abalanzarse sobre cada estímulo que aparece, de modular la intensidad de algún comportamiento puede marcar la diferencia entre una convivencia armónica y una conflictiva. Pero también es cierto que a veces depositamos en el perro una carga desproporcionada.
Pretendemos que no ladre ante estímulos intensos, que no tire cuando ve a otro perro, que no salte de alegría al ver a alguien conocido, que no reaccione cuando se siente incómodo. Le pedimos que sea un modelo de templanza en contextos donde incluso a nosotros mismos nos cuesta mantener la calma.

Y mientras esperamos todo eso, rara vez nos preguntamos cuánto control ejercemos nosotros. ¿Cuánto cuidamos el entorno para que el perro no se vea sobreexpuesto? ¿Cuánto respetamos sus tiempos, su necesidad de descanso, su forma de procesar los cambios? ¿Cuánto autocontrol tenemos sobre nuestras reacciones cuando algo no sale como esperábamos?
El autocontrol es una competencia entrenable pero, no se impone, se enseña, se refuerza, se modela. Y para que sea justo, debe partir de contextos donde el perro pueda aprender con seguridad, sin castigos, sin exigencias desmedidas, sin inconsistencias.
¿Cuánta libertad es libertad real?
Hablar de libertad suena bien. Dejar al perro “ser perro”, permitirle expresarse, moverse sin restricciones… todo eso tiene una fuerza emocional indiscutible. Pero cuando hablamos de convivencia urbana, de vínculos responsables, de entornos compartidos con otras personas y animales, el concepto de libertad necesita matices.
Libertad no es que el perro haga lo que quiera, cuando quiera, sin importar el contexto. Libertad real implica que pueda elegir entre alternativas viables, que pueda tomar decisiones sin exponerse a riesgos, que pueda expresar comportamientos propios de su especie sin generar conflicto o daño.

Por ejemplo, dejar que un perro pasee suelto en una ciudad, sin ninguna señal previa entrenada y sin control a distancia, puede no ser libertad: puede ser negligencia. Y que un perro coma un cadáver de animal en descomposición porque “así lo elige” tampoco es respetar su libertad, es exponerlo a un riesgo innecesario. Decidir por el bienestar del perro a veces implica poner límites coherentes.
Dejar ser no significa desentenderse. Significa estar presente para acompañar sus elecciones, para enseñarle a tomar decisiones adaptativas, para anticipar escenarios en los que el costo de la “libertad” sea demasiado alto.
Entre la imposición y la ausencia total de dirección
Así como el exceso de control vuelve rígida la convivencia y asfixia al perro, la falta total de guía puede ser fuente de inseguridad. Algunos perros, sobre todo en entornos nuevos o muy estimulantes, no saben qué hacer si nadie les marca un camino. Y eso no significa que quieran ser dominados, significa que necesitan una guía, una referencia, una brújula social.

Muchos perros desarrollan conductas problemáticas, no porque hayan sido reprimidos, sino porque se les dejó en un estado de ambigüedad constante. El entorno cambia todo el tiempo, las reglas no son claras, las personas responden de manera imprevisible. En ese caos, cualquier intento de autogestión puede salir mal.
Es muy distinto establecer límites claros, consistentes y amorosos, que improvisar según el estado de ánimo humano. El perro necesita saber qué puede hacer, qué no puede, y qué ocurre en cada caso. Y más aún, necesita saber que eso no cambia de un día para el otro.
Un perro con buen entrenamiento no es un perro robot. Es un perro que se mueve con confianza en un entorno que comprende, que sabe cómo transitar. Y si en ese camino puede también decidir, explorar, detenerse a oler lo que le interesa o elegir entre dos actividades placenteras, mejor aún.
Preferencias, motivaciones y placer: ¿Qué quiere hacer el perro?
Controlar sin observar al individuo es otra forma de invisibilizarlo. Si de verdad queremos hablar de bienestar, no alcanza con que el perro se “porte bien”. Necesitamos preguntarnos también si está pudiendo hacer lo que disfruta, lo que necesita, lo que lo mantiene emocionalmente estable.
¿Ese perro realmente disfruta jugar con pelotas? ¿O prefiere olfatear durante el paseo? ¿Se siente cómodo en contextos sociales, o solo está aguantando? ¿Se acuesta en su cama porque se lo enseñamos, o porque realmente quiere descansar allí?

Parte del trabajo profesional, y del vínculo responsable como tuto, consiste en observar estas cosas. En preguntarnos cuáles son los verdaderos reforzadores del perro, cuáles son sus actividades favoritas, cuáles son esas cosas que sostienen su bienestar en el día a día.
Y para eso, también hay que darle al perro oportunidades de elegir. No todas las decisiones importantes las tomamos nosotros. A veces podemos decidir juntos. Otras veces, podemos observar y aprender de lo que él elige cuando tiene la posibilidad.
Cuando el control no se nota, funciona mejor
La idea de control muchas veces se nos presenta como un interruptor que está encendido o está apagado. O damos libertad, o la quitamos. O dejamos hacer, o marcamos límites. Pero la realidad no es tan binaria. Lo que buscamos, al convivir con un perro, no es bloquear su comportamiento espontáneo, sino ayudar a moldearlo. Se trata de ofrecerle herramientas para que pueda tomar mejores decisiones.
Y para eso hace falta observar, ajustar, acompañar. Hacer espacio para que el perro se exprese, pero sin soltarle el volante en una autopista. Enseñarle a esperar, pero sin pedirle calma en medio del caos. Decidir algunas cosas por él, sí. Pero también enseñarle a decidir con nosotros. Y cuando se equivoque, porque se va a equivoca, estar ahí para acompañarlo, no para reprimirlo.
El control saludable no es dominancia, es acompañamiento. Es estar para guiar, para dar contexto, para prevenir riesgos sin anular la exploración. Es enseñar sin adoctrinar, contener sin encerrar, y acompañar sin sobreproteger.
Ni el perro que obedece todo sin pensar, ni el que hace todo lo que quiere y puede, tiene garantizado el bienestar. Lo que necesitamos construir es otra cosa: una convivencia con margen, con estructura, con espacio para decidir y para aprender. Y eso, como casi todo lo que vale la pena en este trabajo, lleva tiempo. Pero se nota. Y se siente.




